LETRAS EN LA BARRA

“CARMEN”
Por: Manuel Avilés

 
“(.) Por eso y por lo que temo decir. Por lo que digo y por lo que, sin temer, callo.”
Fragmento de “Los besos del bebedor”

Las cartas van de mano en mano y existe una probabilidad vasta de que sea abierta por alguien que no seas tú, por ende hoy me dirijo a ti por tu primer nombre y no por el que siempre te gustó, sería irónico que una “Marisol” cualquiera la abriese y pensara que es para ella, pero no, es para ti, Carmen. Con el paso de los días supe que te avergonzabas cuando alguien te llamaba así, no porque sonara feo o porque una fracción de tu colonia compartiera el apelativo, más bien, sé que fue porque tu padre lo decidió, no se resignó a la idea de mantener a un mocoso (una mocosa, en este caso) cuando el hombre tenía apenas 19 años; así que, justo antes de salir por cigarrillos para no volver jamás, dejó una carta a tu madre preñada pidiéndole “porfabor” y “por los meses vonitos que bibimos juntos”, te pusiera el nombre de su difunta abuelita. Pobre vieja, debió querer mucho al desgraciado como para tomarle la palabra y acceder a su última voluntad como integrante del disfuncional núcleo familiar. De cualquier forma no es muy difícil entender que ese insignificante detalle, en el que Adalberto desaparece de tu vida y te deja huérfana de padre, haya sido la causante de convertirte en una verdadera hija de puta. Lo comprendo totalmente. Sé que viviste años muy duros en los que, pese a que se rompió el estereotipo de los cuatro niños que mantener, siendo hija única, te viste infestada de carencias emocionales y materiales. Tú le llamabas “Rocío” o “Señora”, pero nunca “mamá”, respetaré eso y en honor a la difunta me referiré a ella como “Doña Culera”. Dicen las malas lenguas que en sus tiempos fue una mujer muy bella y extremadamente sensual. Quizá por esa década la putería no era tan explícita como cuando tú eras una puberta; sin embargo, las categorías trascienden al paso de los años y si alguien era puta era ella.

Me salgo del tema si inmiscuyo a Doña Culera del todo en mi carta y la convierto en una vulgar protagonista contando cómo perdió la virginidad en un vagón abandonado a los once ó cuando comenzó a chambear en el congal sólo porque le parecía divertido ver a los albañiles babear por ella. Total, era puta y, aunque no cobraba mucho, era de las buenas. Se enamoró de Adalberto, se embarazó (supongo que de él) y se volvió loca después del abandono. “De verdad que por poquito no naces ¡Maldita sietemesina!” te dijo una vez que dejaste su vientre y vio que tenías chance de vivir.

Por castigo celestial, y no por ser hija de Doña Culera, creciste curtida por los golpes y el hambre. Gracias a Dios que te aguantaste a los 14 para recibir tus primeros santos oleos masculinos y no a los 11 como “la señora”. ¿Qué le hacemos? También te encantaba coger, la diferencia notoria es que tú, Carmen, siempre tuviste visión. (No tienes idea cuánto me satisface imaginar tus tripas retorciéndose de coraje cada que no te digo Marisol y te recuerdo al buen Adal segundo a segundo, pero bueno, habrás de aguantarte, pequeña mía, y seguir leyendo).

Claro que no aprendiste en un solo día. Antes de que yo apareciera ya te habías engatusado con todos los clientes de tu mamá; era evidente que los puercos que asistían al lupanar preferían por mucho la carne fresca de una adolescente, aunque te diré, uno que otro afanado del dicho de la gallina vieja y el buen caldo todavía preferían a la mujer, menester público sea que desde el abandono, prefirió su propia casa como centro de atención a clientes y descartó por completo cualquier salida a la intemperie. Los rituales de cochinada, aunados a una buena dosis esquizofrénica de esta, se servían bien fríos y, por supuesto, a un excelente precio. Sabes que esa fue la razón por la que nunca se enteró que seguiste sus pasos ¿verdad?  Quién sabe, igual y en su cabeza de chiflada cachonda se hubiese sentido orgullosa de ti.

Aprendiste a cobrar bien por lo que los hombres más deseaban. Admiro mucho que duplicaras el precio si elegían tu boca para correrse, o si lo triplicabas si decidían utilizar “una puerta alterna” a tu vulva. Supiste utilizar tus encantos y subastar con inteligencia los dotes que Dios te ofertó. Hoy se me hace extraño, y créeme que lo he pensado más de una vez, tu desinterés paulatino en cuanto al dinero. No lo malinterpretes, ya te dije que siempre tuviste visión, aun así, sé que te iba muy bien, tenías capital de sobra y podías largarte de ese maldito pueblo en cuanto te diera la gana, es más, podías comprar una linda casa, un auto, operarte las tetas, las nalgas, ¿yo qué sé? Pero no, todo lo guardabas en ese viejo baúl metálico. Ojalá me hubieras dicho qué deseabas hacer con eso.

El día de la violación fue el mero detonante. Aquel día te vi por primera vez. Llovía horrible y las calles se desmoronaban. Los caminos estaban llenos de fango y no era posible andar. Tú estabas en casa del secretario municipal, si no me equivoco. Él te había conocido una noche antes en el putero y, aprovechando que su esposa estaba en la capital, te citó para el medio día. Evidentemente la tormenta no fue un impedimento para la reunión magistral entre el viejo y tú, de hecho funcionó como un eficiente silenciador de gemidos ante las posibles sospechas vecinales. ¡Cómo si te importara que se enteraran, pinche Carmelita! Saliste a las 2 de la tarde, sin indicios de haber sido utilizada (porque tú eras la que utilizaba a los hombres) y te detuviste unas casas después de la del secretario, debajo de un techo laminado para esperar a que la tormenta disminuyera. Así fue. Corriste llevando tus taconcitos azules en la mano, doblaste hacia la derecha, caminaste tres cuadras e ingresaste en el callejón que terminaba en la más jodida casa de toda la cuadra: la tuya. Ahí, unos metros frente a ti estaba la vieja tendida en el suelo. Sin prisa y, notando que la señora aun respiraba, saliste a pedir ayuda. Obviamente, un jovenzuelo inseguro, haciendo su servicio social como odontólogo en el pueblo más puto alejado del país y todavía con la maleta en la mano, habría de sentirse maravillado al ver una mujer tan hermosa como tú. No me dejaste admirarte más de cinco segundos, pues antes de que soltara palabra alguna me extendiste tu mano pequeña y me guiaste hasta tu morada. “Cuando llegué, ahí estaba tirada”. De inmediato, y haciendo uso del sentido común y mi vasto conocimiento profesional, pude notar que la vieja del suelo necesitaba una endodoncia urgente y que los colmillos se asomaban de más, quizá en otros tiempos un tratamiento interceptivo le hubiera ayudado bastante; respecto a su estado general, sabía que todavía no estaba muerta. Su ropa estaba completamente desgarrada, los pómulos hinchados, el cabello despeinado y los brazos tenían indicios de sumisión física, además de una corriente abundante de sangre desembocando del recto. No había duda de que una violación múltiple había suscitado en el inmueble unas horas atrás.

De acuerdo al médico conocedor, no había motivo biológicamente razonable que permitiera a la mujer volver a caminar. Fue desagradable saber que los responsables utilizaron objetos materiales sólidos para realizar el acto: botellas de vidrio, vasos de veladora, un palo de escoba y pedazos puntiagudos de leña podrida; pero como yerba mala nunca muere, en lo que cabe, la anciana se recuperó.

¡Bendito sea el señor, mi estimada Carmen! Pues fuiste la primera persona a quien conocí en el pueblo, de otro modo jamás me hubiera atrevido a convivir contigo un poco más, quizá alguien me hubiera advertido de lo coloquial de tus hábitos. No te veías mucho mayor que yo, de hecho aparentabas radiante juventud y buena salud. No me ofreciste tu casa porque la minusválida Doña Culera podría molerme a palos, pero me conseguiste un cuartito donde dormir: afortunadamente una de tus colegas lo tenía de sobra y no dudó en ofrecérmelo para los dos meses que permanecería ahí. Tu nombre me gustó bastante, no vendría a enterarme después que tenías otro que detestabas. Desde el principio me hablaste mucho de ti. Me acongojó saber que tu padre te abandonó, que la señora se volvió loca y que nunca dejó de ser una mujer de la vida galante, es más, hasta me dijiste que de algún modo se merecía lo que le hicieron el día que nos conocimos. De todo, lo que más admiré fue cómo una señorita como tú tuviera que llevar las riendas de la casa y mantenerla con los trabajos de costura que realizaba entre semana, y pensar que hasta te quise impulsar para que terminaras tu primaria. Sabía que preferías trabajar de noche y descansar de día, nunca te pregunté por qué. No tuvimos una gran cantidad de citas, te apenaba que las personas te vieran conmigo y preferías evitarlas, me convertiste en un cómplice de callejones y casitas abandonadas para poder charlar un rato, “no sientas pena, Marisol, ser costurera es un oficio decente…”. Yo hacía el servicio en una primaria rular y la situación precaria me mantenía completamente ocupado, buscando la manera de atender a todos los niños y regalar un poco de mi propia vocación. El chisme local era inminente, lo sé, pero sabía que sólo era eso, pueblo chico, infierno grande; doñas envidiosas, dejen de hablar de Marisol, pensaba.

Dos semanas antes de partir traté de convencerte de que te fueras del pueblo y buscaras una vida mejor en otro lado, quizá conmigo, lejos de ahí, pero en lugar de eso decidiste no escucharme y darme un regalo muy especial ¡el maldito regalo que me condenó! Era sábado y dormí hasta tarde. Supongo que tu colega te prestó la llave de la habitación o de por sí, siempre la tuviste contigo. Abriste cautelosamente la puerta, venías descalza y no pude escucharte, caminaste hacia mi cama, retiraste la vieja sábana que me cubría y, antes de poder abrir los ojos, me diste un primer beso. Confundido, no supe qué hacer al principio, traté de decir algo pero tú pusiste el dedo índice en mis labios y comenzaste a ejercer tu oficio sobre mí. Me regalaste los mejores 23 segundos de mi vida. No tuviste que hacer otra cosa más que bajar mi trusa de jovenzuelo virgen, abrir las piernas y cabalgar unas cuantas veces. Me secaste completamente y sonreíste cuando terminé. “¡Ya no la soporto! ¡Me hace daño! ¡Ayúdame a matarla antes de que me mate a mí!”.

Sabes perfectamente que desde ese momento yo me había convertido en tu esclavo. Probablemente tardaste en darte cuenta de ello, pero aun tenías dos semanas para preparar tu tajada. Me prometiste que te irías conmigo, que nos casaríamos y que juntos comenzaríamos una vida maravillosa, pero antes te tenía que ayudar. Yo nunca había matado a alguien, pero estaba cegado. No iba a permitir que nadie, ni siquiera tu propia madre, tu culera madre, te hiciera daño. Me diste ideas, alternativas y opciones viables para que juntos lo hiciéramos. Lo calculaste perfectamente, sabes que no podía involucrarte cuando en el pueblo cualquiera sospecharía de ti, de cualquier forma ¿Qué tan difícil puede ser degollar a una anciana?

Esa noche, aproveche que estuvieras en el taller de costura para entrar por el callejón que llevaba hasta tu casa. Utilicé la llave que me facilitaste e ingresé. La señora dormía tranquilamente. Al ver su rostro reflejado al farol de la calle me costó tomar la decisión y pensé si era necesario matar a esa anciana prostituta para poder llevarte de aquí. No lo entendí, pero tú tenías tus motivos y ahora era mi deber. Recordé sus dientes podridos y pensé que jamás podría hacerse un tratamiento dental. La habitación olía a orina, tapé mi boca y nariz con una franela que llevaba en el bolsillo y miré hacia todos lados. Saqué una navaja de mi cinturón, cubrí la boca de la anciana con una mano y pasé el filo del artefacto con mucha fuerza sobre su yugular. No abrió los ojos, no mostró resistencia. El único sonido que hizo fue el del líquido viscoso saliendo a cántaros de su cuello, empapando mi ropa y el catre maloliente en que dormía. Tres minutos después, temblando y con una transición desesperada, sabía que todo estaba hecho.

Soy un asesino, Carmen y por eso estoy aquí. Siempre fuiste una mujer de visión y lo sabes. El baúl metálico no te lo llevaste, el dinero, sí. Supongo que finalmente encontraste un buen motivo para utilizarlo. No tardaron en encontrarme, era claro que por mucho que las evidencias se escondan, siempre habrá cabos sueltos y pueblerinos con buen ojo. Finalmente, al no encontrarte en el puente en que nos veríamos después de terminada la hazaña, no me quedaron ganas de huir y entendí que el dolor de tu traición sería más grande que cualquier condena en el reclusorio. No te volví a ver y nadie en el pueblo lo hizo.

Me gusta imaginar que tu vida fue triste y sin sentido, que tuviste muchas ganas y muy pocas a la vez, que sabías que asesinar a tu madre era algo que te perseguiría de por vida y que irónicamente tu vocación de puta consiguió su muerte. Argumento que mientras yo estaba en prisión buscando respuestas, razones, venganzas, tú buscarías un indicio para sentirte al menos un poco feliz dentro de la calamidad de vida que tuviste. Ese es mi consuelo más grande. La vergüenza social no me afectó lo suficiente, al final de todo, la carrera la pude ejercer dentro de prisión y me hice de buenos amigos. Mis padres me perdonaron y conseguí una relativa paz dentro de los muros. Dos semanas antes de ganar mi libertad me enteré de la noticia y derramé un par de lágrimas sinceras por ti y, creo, por mí.

Hoy cumplo 62 años, querida Carmen, estuve 39 y medio en la cárcel y no tuve la oportunidad de decirte nada después de que te vi por última vez. Este último párrafo, te confieso, lo escribí esta mañana después de despertar. Sabía que necesitaba guardar espacio en una carta que ameritaba un buen desenlace y que, de algún modo, visitaría el cementerio ¿No te parece de lo más irónico que te hayan sepultado junto a Doña Culera, y que además sean las tumbas más precarias de toda la fila? Pienso que lo  complicado fue que una sociedad por la que siempre pasaste desapercibida haya reconocido tu cuerpo desnudo y descompuesto a la orilla del río. Supongo que algún antiguo cliente escuchó la noticia, te reconoció y te trajo para acá, al pueblo de tus amores. Después de todo, no pensaron que la verdadera asesina fuiste tú, y te dejaron juntito a ella, para que la disfrutes por siempre.

Te dejo estas rosas y la carta, podrás ver que pese a todo finalmente pensé en ti.

Atentamente Manuel
POSDATA: Borré el “Marisol” escrito en la cruz de tu tumba, “Carmen” a secas luce mejor, supongo que es la única venganza que ahora puedo tomar.

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