LETRAS EN LA BARRA
“El
Champú”
Por: Manuel Avilés
-Primera
parte: “La clase”-
Entre tanto cuchillo afilado y quemaduras de brazo
tenía que existir una asignatura en la que, si no podía demostrar al mundo mis
solemnes atributos como estudiante de gastronomía, por lo menos se me dejara
hacer algo en lo que realmente soy impecable: ¡Ponerme hasta el culo de pedo!
“Coctelería básica” grupo dos ¡Malditos horarios! Ojalá
me hubiera tocado con mis amigos y no con esta bola de niños con cara de que ni
una chela se han tomado en su vida. No hay terror. Lo bueno que alcancé lugar,
de otro modo me hubiera tenido que esperar un semestre.
Seguramente conoces a Mafalda, la pigmea cabezona con
un moño en la cabeza y nariz pequeñita que hace mucho salía en televisión. Por
supuesto que no me tocó ver su programa, no estoy tan viejo, la ubico por las
imágenes de internet; sin embargo, no pudo llegar una imagen mejor a mi cabeza
cuando se me acercó la mocosa. No le
pregunté su nombre, ni su edad, ni por qué chingados se me había pegado apenas
comenzó la clase. Claramente la jovencita era una estudiante con iniciativa
para hacer nuevos amigos. ¡Pa´ mis pulgas! Tampoco estaba para andar eligiendo
colegas a mi gusto en un grupo que ni siquiera era el mío. Eva, se llamaba,
pues. Y sí, estaba más enana cuando la veías de cerca.
Entre aprendizaje y ganas de pistear ponía la mayor
atención posible para que no se me pasara nada. El reconocido catedrático y
chef internacional Guillame Bocuse era una verdadera reata, según algunos
amigos; así que, regalándole una sonrisa fingida a la recién aparecida
“Mafaldita”, comencé a tomar apuntes. “No,
Eva, no quiero que me enseñes tu recetario, gracias. Trato de escuchar al
profesor”. De verdad quería escuchar al profesor, pero la niña era un barro
doloroso en la nariz. “Veintidós, Eva,
tengo veintidós”. “Vinagre de manzana, Eva, eso dijo el chef”. “No lo sé, Eva,
si dejaras de hablar habría escuchado bien”.
Una hora y cuarenta minutos más tarde mi clase había
sido un verdadero fiasco. En el transcurso traté de cambiarme de sitio un par
de veces, pero el aula estaba llena ¡qué lástima! No aprendí y no bebí,
pudiendo hacerlo en la misma sesión. (Gracias, Mafalda, gracias).
Volví a pensar en lo trágico de mi situación. La clase
era cotizada por muchos, además mis amigos desde el principio ganaron lugar en
el grupo número uno para no presentarse en la tarde, suertudos.
¡Pero qué coño! ¡Cómo no lo recordé! Ese día era la
peda de bienvenida en casa de Sergio. Después de todo, la jornada no iba a
estar del todo mal. El sujeto vivía a dos cuadras de mi casa y los valentones
acompañantes de mis parrandas iban a estar ahí. Yo creo que con cincuenta varos
la armo: un rancho escondido y un cigarro suelto en la tienda ¡a huevo, no iba
a llegar sin nada!
“¿Vas
a ir a la fiesta, Noé? Dicen que van a ir muchos de la carrera y la verdad yo
no los conozco bien. Me traje dos botellas de mi casa, creo que se llaman
Absolut, las robé del cuarto de mi papá, jeje. Creí que servirían para la
clase.”
(¡Pinche Mafalda! Ni de pedo te llevaría a una fiesta
sabiendo lo castrosa que eres) “¿Cómo
dijiste? ¿Tienes dos pomos de Absolut?” (Quizá después de todo no me caigas
tan mal) “Sí, Noé. Bueno, uno está a la
mitad y el otro prácticamente lleno. Si quieres, los pongo.” (¡Mafalda,
Mafalda, Eva la enana, estás a punto de ahorrarme cincuenta pesos, y vaya que
me encantaría no gastarlos!) “Pues, yo
tampoco conozco muy bien a todos, pero no estaría mal que fuéramos a tomarnos
unos vodkitas por allá. Está bien, vamos” (Pero en cuanto te distraigas te
robo tu alcohol y te dejo con el primer cabrón que me encuentre). Porque de más
está decir que morras habría de a madres y sería el más wey de los pendejos si
llevo un pellejo de pollo al restaurante de cortes finos.
-Segunda
parte: “La Peda”-
Ni hablar. El popular del Sergio ya tenía su casa de
Infonavit atascada de adolescentes y, no tan adolescentes, ebrios y semiebrios.
Me sorprendió que el pequeño jardín sin
césped y con un trío de neumáticos viejos guardara la imagen peculiar de una
rubia de Derecho (¡Claro que la ubicaba!) besuqueándose con el Martín,
chavorruco con dientes chuecos y la nariz más fea de todo el instituto. Un
sujeto en calzoncillos y con anteojos de buzo bebía directo de la manguera de
un barril de cerveza que, sin lugar a duda, se había abollado apenas lo
llevaron a la fiesta. La multitud de muchachos y muchachas aplaudían y
brindaban la magistral escena del sujeto, mientras muchos otros, tambaleantes,
cantaban a todo pulmón canciones clásicas de Los Cardenales. Evidentemente, me
argumenté que era muy temprano para cantar “Belleza de cantina” en una fiesta
universitaria; dadas las circunstancias y el promedio de mis vivencias
parrandescas, las 21:35 horas todavía eran digeribles para el “punchis punchis”
que cargaban en la sangre las fresas de la escuela. Sin lugar a duda acababa de
llegar a una peda épica y yo sería parte de eso. Indispensable era chisparme de
Mafalda.
“¡Qué
pedo, mi Noé! Pásale, canijo, que el desmadre bueno está acá adentro”. “¡Chale,
Checo! ¿pues a qué hora comenzaron? Hay un chingo de gente aquí afuera”.
“Simón, simón, pues tus compas llegaron con un buen de pomos, comenzaron a
pistear con los otros y pues lo demás fue historia, ya sabes.” “¡Qué caray!
Aquí también traemos alcohol. ¡Ah, por cierto! Te presento a Mafa… a Eva…”. Ahí estaba mi oportunidad. (Se la presento a algún
vato, la dejo y me voy a tomar con los demás, como Dios manda).
Sergio estaba en lo cierto, lo bueno estaba adentro.
Era lógico que, estéticamente, el inmueble ya era un asco. Aunque no percibí
botella rota alguna, el piso chicloso por las cubas derramadas ya empezaba a
dificultar la fricción entre la superficie y los zapatos. Había colillas de
cigarro en una mesita de madera y un peculiar aroma a “monte quemado” en la
cocina, además de las carcajadas decorando el ambiente del lugar.
¡Lo conseguí! A la mitad del camino, entre la entrada
y el baño, dejé a Mafalda con unos weyes de Administración que había conocido
tres pedas antes, resumiendo, desde luego, que los Absolut ya iban, solemnes,
en la mochila que yo cargaba. “Se las
encargo, eh, por aquí voy a andar”. Rápidamente continué mi marcha y llegué
con mis tres inseparables: Osvaldo, Jos y Felipe. De reojo volteé y Mafalda ya
tenía un vaso rojo en la mano, dos sujetos a cada lado y una sonrisa en los
labios…
La borrachera continuó su marcha. Por razones que sólo
los colegas ebrios conocen, aceleré por tres mi consumo con respecto al de mis
amigos. Desde luego que quería llegar al mismo nivel y disfrutar del estado de
estupidez en el que estos, desde hacía horas, estaban.
El vodka, literalmente, duró minutos. No recuerdo qué
clase de mezcla loca preparamos, pero era de color azul y dejaba una sensación
adormecedora en la lengua. Continuamos con las aguas locas de piña, los curados
de melón, el Reyes sin refresco y los chaquitos de cerveza que quedaban en los
vasos de los despistados. La música se amenizó un poco. Llegaron las de
enfermería. Conocí a una belleza llamada Erika. Brindé un par de veces con
Erika. Traté de besarla. Erika me cacheteó. Erika se sentó junto a Felipe.
Erika se besuqueó con Felipe. Erika se acostó con Felipe. A Felipe se le bajó
la peda.
A las 2:25 de la mañana vomité por tercera vez. Uno de
mis amigos, Jos, estaba completamente en coma cuando decidieron sentarlo en una
silla para dibujarle penes con plumón permanente en el rostro. Yo conocía mis aguantes
y sabía que podía permanecer sin problemas otras tres horas si me limitaba a no
echar cubas con el resto de invitados, o por lo menos trataba de evitarlo. Me
di un cabezazo con el excusado, embarré mi mejilla con un poco de vómito
amarillento y tiré de la cadena. Me acerqué al espejo, mojé mi cara, enjuagué
mi boca y, mirándome fijamente, me sonreí: (¡Vamos por la segunda ronda, Noé!).
Fue extraño porque no pasó Mafalda por mi cabeza en
todas esas horas. Al abrir la puerta del baño borrosamente la pude ver tendida
en un sillón, boca arriba tratando de gesticular palabras. Los objetos se me
movían y los ojos me traicionaban; lo único que hizo voltear mi mirada fue la
figura del anfitrión, Sergio, hablándome en un tono agresivo. “¡No mames, cabrón! ¡Está bien peda! ¡Tú la
trajiste, ahora llévatela de aquí! ¡Se metió al cuarto e hizo un desmadre, lo
dejó todo vasqueado! Además, dice el
Juan que a huevo le quería agarrar el rifle, y el novio del Juan anda bien
emputado y se la quiere madrear con un palo de escoba…”. Sergio trató de
aclararme que conmigo no había ni habría bronca jamás, las pedas y los pedos se
entienden, pero se salen de control cuando un sujeto homosexual quiere madrearse
a la chica que llevaste (robándole sus pomos) porque se quiere dar a su novio.
Las cosas se comprenden, incluso les das la razón. Retiro lo dicho, desde las
clases las cosas pintaban para mal.
-Tercera
parte: “La ducha”-
Tuve que darme un par de putazos en la cara para que
medio se me bajara lo borracho. Seamos francos, no iba a recuperar mi
sobriedad, pero tampoco estaba más cuajado que Mafalda. Osvaldo, el menos pedo
entonces, me ayudó a despertarla y a ponerla en pie. Le apoyé un brazo sobre mi
hombro, luego nos llevaron a la puerta y con una despedida hostil nos echaron
para afuera.
Lo pienso con detalle y reconozco con toda la humildad
que yace en mi corazón que Mafalda tuvo la culpa. ¿Quién la manda a ponerse
bien peda y ponerle en la madre a la mía? Me sentía con la capacidad de tomar
otras buenas copas con las chicas que, por cierto, ya casi estaban listas
(ebrias y prendidas) para ponerse románticas, pero el destino cambió su rumbo.
Gracias nuevamente, Mafalda, gracias.
Habíamos caminado a medias, entre tropiezos y caídas,
durante seis cuadras hacia donde, según le entendí, vivía con sus padres.
Repentinamente, una idea básica e instintiva me pasó por la cabeza, y aunque
germinó entre la duda y la vergüenza, pensé que a tan altas horas de la
madrugada no había tiempo para la moral y el miedo al desafío, de todos modos
“la damita” ya se había exhibido como una cachonda borracha momentos antes en
la fiesta. “Tu casa está medio lejos ¿no?
Eva.” “Pfff no sabes, Noé, y todavía falta un montón”. ¡Qué irónico! Antes
de la propuesta ya se estaba apuntando. “Entonces,
¿no te gustaría ir a otro lado? Digo, mi casa está mucho más cerca, sólo hay
que regresar unas cuadras y listo”. Para qué gasto un par de comillas en la
respuesta que Mafalda me dio, cuando es obvia y deducible.
El plan ya estaba hecho, pero la neta yo quería seguir
bebiendo para consolidar mi racha infalible de la tarde-noche. Casi sin
pedirlo, y bien tomados de la manita, pasamos al primer Oxxo que nos topamos.
Aclaré, desde luego, que sólo llevaba cincuenta pesos, así que no debíamos
exceder la cantidad en el consumo que pediríamos para llevar. Pensé que aún era
motivo de su peda el hecho de que se
desplazara hasta los refrigeradores del fondo y tomara, sin titubear, un “six”
de Tecate Titanium (muy de moda, en ese entonces), caminara hasta la caja y
pidiera a la mal encarada empleada un paquete de Marlboro blancos; pero cuando
abrió su mochila (la que le cargué desde que salimos de la fiesta) y sacó un
billete de quinientos para pagar, determiné firmemente que las personas
tendemos a juzgar demasiado y que, en efecto, la buena onda de Eva, era un
estuche de monerías.
No tardamos mucho más en llegar a mi morada. Como buen
caballero cogí las cervezas con una mano y con la otra la cogí a ella. El cerrojo fue fácil de abrir. En una
circunstancia y un estado borrachezco distinto, me hubiera dado pena que una
chica viera el exquisito desmadre que tenía dentro de casa. La situación y la
embriaguez eran distintas, así que dando por hecho que mi par de roomies no
estaban, a causa de los jueves de fiesta, comencé a besar como loco los labios
de Mafalda, arrojando las cervezas al suelo y tratando de desprenderle la
blusa. De principio las cosas iban perfectas, nuestros rostros eran
irreconocibles y el momento (de verdad) sumamente placentero. Para no tener que
agacharme demasiado, por aquello de su altura, la deslicé, procurando no
golpearnos con algún mueble, hasta mi modesta habitación. No presenté apertura
para mostrarle las revistas musicales que coleccionaba, o lo padre que se ve
desde la ventana el rostro obscuro de la noche; es más, ni siquiera prendí la luz.
Prácticamente continué el abalance previo del exterior del cuarto, con la
ameritoria emulación de realizarla con ella tendida en la cama y conmigo
arriba.
El paso siguiente era besuquearle el resto del cuerpo,
para hacer manifiesto que me gustan las cosas lentas y con delicadeza. Apliqué
la clásica técnica de “El judicial”, manteniéndome sobre ella y extendiendo sus
brazos sobre su cabeza para besarla por los costados y que la sumisión le
estremeciera la piel en su totalidad. Literalmente, mientras la besaba y pasaba
mi lengua por su diminuto cuerpo, me llegó un olor penetrante y poderoso, muy
desagradable…un olor a hombre. (¡Puta madre! No me puse desodorante y ya
apesto, me tenía que pasar esto justo ahora). Disimulado y manteniendo la pose
mencionada con anterioridad, hice un ligero movimiento de cuello rumbo a mis
axilas para inspeccionar la gravedad del asunto. En efecto, me olían feo, pero
era un nivel tres en la escala de diez, y el aroma culero que me llegaba
excedía, sin pedos, el nivel quince. ¡Valiendo madre! No era yo, sino ella.
¿Qué hacer en tan delicado asunto? ¡Por supuesto que
no lo dejaría así! Después de unos cuantos minutos pensando en qué hacer se me
ocurrió una solución sutil e inteligente. “Eva,
¿Te gustaría darte un baño antes de hacer el amor?”. “¡Claro! me encantaría”. Soy
un mago, lo sé.
Para mi fortuna el patio de mi casa contaba con un
bóiler industrial de alta tecnología que calentaba agua suficiente en un
aproximado de cinco minutos. Dejé un momento a Mafalda en mi cama, tomé una de las
Tecate, un cigarrillo y, una vez en el patio y encendido el calentador, bebí y
fumé sin prisa, reconociéndome la excelsa habilidad como seductor y borracho.
“¡Ya
puedes entrar al baño, Eva, hay toallas ahí dentro!”. Grité desde afuera y la respuesta correspondió,
afirmativa e inmediata. Esperé unos segundos a escuchar el agua chocando contra
el suelo y, ya sin cigarro ni chela, regresé a mi habitación.
Me sentía más seguro y sabía que Mafalda lo estaría
una vez que saliera del baño. Por eso, y porque besos ya eran suficientes, me
quité la ropa en chinga y me recosté en la cama, encendí otro cigarrillo y me
puse en posición matadora, esperando a que volviera.
(¡Maldita sea! ¿Quién se tarda más de diez minutos
bañándose y no sale? ¿Será la peda, la prisa o de verdad ya se tardó mucho?
¡Qué pendejo! Mi decimoquinta buena idea de la noche… ¿por qué no me meto con
ella?)
Si pensé volátilmente que pudo resbalar en la ducha y
morir sin que yo la escuchara, estaba
equivocado. En realidad seguía con su aseo, recibiendo las gotas tibias por el
cuerpo, tambaleante aun. Desde ahí su cabello no se veía tan peor, además sus
piernas tenían un tono ameno a la vista y seguramente ameno al tacto, así que
me introduje como sanguijuela al área de lavado con ella.
Cuando notó que ya estaba a escasos centímetros, no
pude pasarme de largo el juego de besos que nos dimos afuera, pues el proceso
se reincorporó. No me generó conflicto, después de todo, se sentían mejor con
el agua sobre nosotros. Finalmente, llegó la frase que, aunque apuntaba a lo
favorable, no se me había ocurrido pensar. “¿Traes
con qué, Noé? Para que te lo pongas”. “¿Con qué, qué? ¿Condones? ¿Qué crees? No
tengo”. “No, pues, así no. Me puedes embarazar”. ¡Valió madre de nuevo! Y
yo la creía menos responsable y más aventurera. (Bueno, igual y ni lo pensé,
pero tiene razón. No estoy listo, ni quiero arriesgarme a procrear un
Mafaldito. ¡Brrr! Creo que este show se quedará en los puros besos) “Pero bueno, Noé, si tú quieres podemos
intentarlo por la puerta de atrás”. (¡Tssss! ¡Perdóname Mafalda por haberte
tratado mal desde que te conocí. Eres una gran persona y te valoro por eso y
por tú gran condición como hermoso ser humano!) “Bueno, me late, Eva”.
Iba a ser la primera vez que yo intentaba algo de esa
magnitud y me sorprendió que la muchacha mostrara la iniciativa. Me sentí
emocionado y me dispuse a dar mi mayor esfuerzo. (¡No te defraudaré, Mafalda,
lo prometo!).
“Oye,
Noé. ¿Pero tienes lubricante?”. (¡Puta madre, mil veces! Ahora esto) “¡No
manches, Eva! Si no tengo condones, cómo es que voy a tener esa putada”. “¿Y
cómo le hacemos? En ese momento el tiempo se detuvo para mí. No iba a
perder la oportunidad que, de voz de mi bella acompañante, recibí para
introducirme en puertas estrechas y desconocidas. Voltee a todos los lados
posibles en el interior del baño. Hice mi cabeza al cielo como si Dios o la
regadera me fueran a dar la solución. Luego a un lado, luego al otro, luego al
techo, luego al piso; un estropajo, jabón, un rastrillo sin filo, un champú…
¡Un champú! ¡Eso es! Y mi ilusión regresó justo antes de morir.
Mafalda me dio instrucciones pertinentes antes dé. Por
mi parte, y como si fuera un experto chingón, destapé el envase, vertí cantidad
suficiente del líquido blanco y semiespeso en mi mano izquierda, lo esparcí con
ímpetu y dedicación en mi área y en su respectiva, para luego, siguiendo la
premura que me indicó Mafalda, comenzar a realizar el acto. Comenzamos: El agua
era mi acompañante ideal y despeinaba mi pelo cual tormenta que toca el jinete
del invierno. Mi respiración era densa, los roces concretos y el sonido con
ritmo preciso era una sinfonía inmortal. No había ley gravitacional que
detuviera la bajada y subida de los instrumentos de placer que yacían
inmaculados y arduos en el interior de un pequeño cuarto de baño. Todo era
excepcio… “¡Quítate, cabrón, que me está
ardiendo de a madres!”. “¡Ay, no mames, a mí también”. “¡¿Qué me echaste,
pendejo?! ¡Quítate, quítate!”. “¡Champú! ¡Sólo champú!”…
Ese día descubrí que existían variadas y desagradables
formas de exterminar una borrachera. No recuerdo concretamente quién se lavó
más rápido con el agua para apaciguar el ardor que quemaba nuestras partes;
sólo sé que no hubo ya palabras de ella. Se vistió silenciosa y azotó la puerta
justo cuando se fue. Ya ni me tomé las chelas, y los cigarros creo que
aparecieron mojados al otro día.
Mis amigos me obligaron a contarles lo acontecido una
vez notado que Eva comenzó a balconearme frente a toda la Universidad y me
convertía en la burla del as pedas que continuaron. Quizá cambié los detalles,
modifiqué los contextos y me hice de sobrenombres que hoy vuelcan en el
recuerdo más que los rostros de muchos. Pero eso sí, jamás en la vida, ni por
gusto, ni por error, ni por lo bueno que era para quitarme la caspa, he vuelto
a comprar Head and Shoulders de menta. No sea que me vuelva a suceder.
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