LETRAS EN LA BARRA

“CAVIDAD DESNUDA”

Por: Manuel Avilés

 

Evidentemente no conocía el sitio, pero hacía calor y el dedo me estaba matando. Las palabras retumbaban en mi cabeza, se habían metido, sigilosas,  en el plato de cereal, en las hojas del girasol; tomaron un sorbo de miel y lo arrojaron en mi cara lentamente, hasta percibir el tacto de los insectos deslizándose por la piel. Había un aroma nítido, entre manzanas y azúcar quemada, el viento era, sutilmente, cálido y la luz solar golpeaba el cuerpo de un charco que se alojaba en el asfalto destruido del camino local.

“No es más que una ligera infección”, dijo un minuto antes de que le alzara  la falda y poseyera su carne sobre el escritorio. El sillón era cómodo, simulaba el efecto cónico de autobús escolar, incluso el de una sala de cine sin vertiente ni golosinas. Yo era el número 9, o por lo menos eso decía la ficha. Ocupé la tercera fila y me dispuse a esperar, como de costumbre.

Quizá era la resaca desalmada que intentaba gobernarme, o de algún modo, la tenue y angelical voz de la joven de recepción, el caso es que milímetro a milímetro mis ojos cansados comenzaban a cerrarse. La cachucha del caballero de enfrente era un buen paisaje para decorar el sueño, aunado a la seca y aburrida película que trasmitían cotidianamente los domingos por la mañana. Con la mano como almohada y el consultorio como hotel de paso, el polvo cósmico del espacio inundó el dacrio del espectador y la magia libertina de los acallados versos se recostó sobre el suelo.

“¡Número nueve, ficha número nueve!” “Joven, le toca, usted es el nueve, ¿no?”  Me levante del sillón, el brillo del televisor había aumentado su intensidad, la película era otra y de la calle brotaba un indiscreto aroma de comida frita. Caminé nueve pasos medianos hacia el pasillo del fondo, me detuve un par de segundos para recuperar la diástole de mi integridad consciente y continué caminando. El sonido del medio se difuminaba lentamente con el metro a metro de la distancia y un par de frases de la señorita “voz hermosa” direccionaron mis piernas hacia la puerta número uno.

De haber sido un día distinto, un momento físico distinto, y por supuesto, una mujer distinta, me habría percatado, sin lugar a duda, del estético y perfectamente definido estado de la pequeña habitación. Un escritorio posicionado con excelente detalle y un computador sobre este; el lavabo (casi igual al del laboratorio de química, en la secundaria), las “ coloridas pócimas  secretas” dentro de botellas plastificadas, mas no transparentes y la charola metálica sobre el mueble, resguardando los instrumentos de tortura para las próximas víctimas somnolientas. Era claro el olor a jeringa, por no hablar del característico látex o aun peor, los guantes de nitrilo; el suelo, no recuerdo su color; sin embargo, quiero imaginar que era blanco, no tan blanco como la bata (que ese día no traía puesta) pero suficiente para percibir una reservada mácula de café. El clima interno empatizó diplomáticamente con la temperatura corporal de mi cuerpo, no por hablar de un estado de calor en el inmueble, más bien por evitar la agobiante disnea causada por los nervios. La vida es una serie ininterrumpida de penas y placeres, decía el francés cuando estaba en prisión. ¿Cómo demonios es posible percibir los detalles del pequeño cuarto de tortura, cuando lo único que puedes es contemplar al verdugo? Sea prudente mencionar, en este caso, “verduga” (por no agobiar al neo gentilicio y, a los y las protestantes anti misoginia). 

Lentamente la paulatina memoria va derrochando sus piezas, aun con afán de perder las imágenes en la polvorienta habitación de lo olvidado rescato, diacrítico y visual, la forma en que sus piernas se movían dirigiéndose hacia mí. El rompeolas de su cuerpo era una prosa celestial dedicada a las más sensuales diosas del Olimpo. De los pies hasta su pelo, detuve mis parpados una eternidad de diez segundos para digerir, tranquilo e iracundo a la vez, cada detalle que emanaba de sí misma. Por fuera, sus ojos alargados eran una bomba de tiempo a punto de explotar en mi alma, templados, soberbios, brillando en el corazón de la luna cabizbaja  y con la insensatez de un demonio a punto de pecar. La piel blanca de su cuello derrochaba un perfume natural intenso, cual puñalada en el pecho y de sus deliciosos labios rojos. El anzuelo de la excitación fugaz atizaba mi boca para lanzarme hacia la suya. Sus piernas eran una llamada a mi carne y las pantorrillas, cubiertas por un pantalón café, envolvían segundo a segundo la pasión incontrolable que mora al igual que una bestia al momento de oler la sangre de su presa. Bendita tela que rozó con sus brazos.

La conversación fue amena y casual: edad, ocupación, adicciones, pasatiempos… la fobia sin sentido al etanol procesado pasaba a la historia con cada palabra que su garganta procesó. La injuria sofocada que mis ojos  recorrieron, desvergonzados, caminaron su cuerpo lenta y paulatinamente, mientras ella tomaba mi mano y justificaba el motivo de mi lesión. “¡Por supuesto que soy una persona nerviosa, sobre todo si tu cuerpo está tan cerca del mío!” imaginé argumentarle después de que afirmase que mi situación se centraba en la ansiedad inconsciente. Postró la “pócima mágica” sobre mi dedo anular,  introdujo una pequeña pinza de acero inoxidable y con suavidad, quizá similar al que definía sus senos, literalmente extrajo la enfermedad de mis dedos.

Afanada gratitud que permite no sólo dar aquello por lo que se agradece, sino, recibir eso que se desea con instinto. El dedo fue vendado delicadamente y una blusa desprendida del cuerpo rodó por el suelo. Sin preámbulo a la moralidad absurda ni a las normas de una sociedad sin dialéctica, abusamos del expresionismo sucio y nos acariciamos como un par de bandidos galácticos en el banco universal. Sigiloso, tomé su cabeza con mis manos y la llevé hasta mi boca; besó mis labios a la vez que yo devoraba los suyos, apreté sus glúteos con firmeza mientras levantaba su cuerpo, simulando la perpetuidad de las olas en una noche tranquila. Ella cubría mi boca para hacer menos obvia mi respiración agitada. Volteé su cuerpo de espaldas y no pudo más que sobrellevar la entrometida erección que se desprendía de mi pantalón obscuro y chocaba con su espalda. Besé su nuca para sentir su piel erizándose, tomé sus propias manos y, con las mías por encima, encaminé las extremidades temblorosas hacia sus húmedas ingles inquietas…ella gimió, y con temor a ser descubiertos, la arrastré con mis brazos hacia la silla de su escritorio. Ya con ambos pantalones fuera pudimos deleitarnos con la escena de nuestros cuerpos en comunión. Tiró de un zarpazo volátil el pequeño paquete de hojas que se alojaba junto al teclado del computador, se recostó pertinente y, apretando su labio inferior con los dientes, a la par de mi cabello con sus manos, me posicionó, suculenta, a la cavidad protegida por sus pulcras piernas desnudas. ¡Exquisito manjar me tenía destinado su cuerpo! El mórbido clítoris recibía una y otra vez la embestida de una lengua empapada y sutil. La lluvia de meteoritos ardientes se desprendía cada vez más rápido por su vulva, haciendo inevitable que el escritorio sudara y mi barbilla fuera impregnada del apetecible jugo de sus adentros. Los papeles cambiaron el orden una y otra vez; la consulta sin prórroga se hacía cada vez más notoria y veinte dedos (debo decir, diecinueve), sumados en dos cuerpos, viajaban sin descanso por el par de espaldas llenas de sudor. La penetración se hizo latente y necesaria: Me correspondió ser el instrumento para que ella cabalgara; bailaba, flotaba como globo con helio, se deslizaba sobre mí con precisión innegable, enterraba sus uñas en mis hombros y miraba mi rostro con la seguridad de que en unos segundos haría mi cuerpo explotar. El turno fue mío después. El aparente escritorio frio no fue más que una excusa obsoleta para acostarla y embebecer con la figura de su perfecto cuerpo. Me introduje en ella hasta que mi resistencia pereció. Cada embestida era una probada del cielo mismo, mas me hacía revolcarme en el placentero y ardiente infierno de Dante. Recorrer cada centímetro de ella era un paso más hacia la inmortalidad, luego, acelerado y obsceno, sentí mi vida ser absorbida por ella, metafóricamente, y dejé que el fuego líquido de mi interior saliera disparado dentro de su cuerpo…dentro de su alma.

Caí rendido ante ella y dormité un minuto sobre su pecho, ella me recostó y, acariciando mi pelo, desprendía de su boca suavemente, besos solitarios que se consolidaban en mi frente. Nos ayudamos a recoger nuestras ropas y cerramos la racha besando nuestros labios con un pequeño montón de sensaciones encontradas. “Me gustó mucho”, fueron las palabras que me dijo antes de pasarme la camiseta del suelo, “A mí también”, luego abrazó mi espalda y susurró, etéreamente, una frase colosal: “Debes de saber algo, toda mi vida he…

“¡Número nueve, ficha número nueve!” “Joven, despierte, creo que ya le toca pasar. ¡En domingo los enfermos abundan y todavía hay una fila grande!” Me dijo el señor de la cachucha. Luego, aletargado me levanté, tallé mis ojos con agresión y me dirigí a la puerta número 2, la puerta del distinguido Doctor Aguilar.

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