LETRAS EN LA BARRA
“El desempleado”
Por: Manuel Avilés
La mañana había pasado como, se supone, deben pasar las mañanas que no valen la pena. Desperté recordando mi antigua habitación, la de los muros azules que apuntaban hacia la ventana, con los cristales impregnados de humedad y moscas muertas. Claramente vi en mi desolado presente cómo los primeros rayos de luz atravesaron la cortina polvorienta, filtrando el cebo natural que, ante mis ojos, derrocó por unas horas el régimen absolutista de la madrugada. Traté de sonreír, hice caso omiso de la acostumbrada antipatía que los años me habían regalado para con el resto del mundo fuera de mi espacio; sin embargo, fue inútil. Inhalé media bocanada de aire para no alterar mis pulmones y tallando bruscamente los párpados con mis manos me levanté de la cama. Mis pies descalzos de inmediato se quejaron por la temperatura del suelo y, antes de permitir una rebelión recurrente por parte de éstos, aceleré el paso directo al baño.
El fanatismo al alcohol me había permitido no asear mi boca de manera habitual por semanas. Nunca fui fanático al sabor de la pasta dental, además era un verdadero fastidio experimentar la náusea que el cepillo generaba cuando, sin querer, sigiloso entraba hasta mis anginas, vaticinando el comienzo de un día terrible. No me importó en absoluto. Algo que desde luego alentaba la afrenta contra estas trágicas maldiciones de la cotidianeidad eran los sábados, y no es por decir que los viernes o los domingos me desagradaran. El caso es que después de bastantes años de clientes obstinados y renuentes, café desabrido, quince mil pesos míseros de indemnización justificada y compañeros “Godínez” en el servicio bancario telefónico, un día completo de liberación personal era digno de luto y alabanza. Además, por mi pésimo desempeñó como vendedor de seguros, nunca tuve mejor momento para descansar y maldecir desde mis adentros lo ridícula que era mi vida.
Probablemente, el único recuerdo digno a la imagen amena era el de la bella Rosita, una telefonista del pasillo cuatro, portadora de la falda coqueta los jueves, cabello a los hombros y un par de tetas que, aunque pequeñas, resaltaban sin discreción bajo un suéter apretado y camisitas rayadas. Responsable de organizar los cumpleaños en un botanero del centro y
juntar la coperacha para el regalo. La víctima inevitable de mis placeres carnales nocturnos… Imaginarios, pero carnales. ¡Oh! ¡Rosita, pantorrillas torneadas! “la rosa frágil de un jardín prohibido”
Terminé el ritual de limpieza física, el que incluía además de la boca, mi cuerpo escuálido bajo una cascada de agua helada y un afeitado rápido y superficial frente al espejo, agradeciendo a la genética inmoral los doce pelos que retiraba cada quinientos años y a los que llamaba “barba”.
Sentado en la cama, mientras retiraba un cenicero desparramado del piso, elegía entre camisa de cuadros o playera negra de “Ramones” (para satisfacer mi nostálgica adolescencia punk). ¡Vaya que hacía tiempo de no escuchaba música! Y menos que dedicara unas horas para refinar el gusto, ya por lo menos para enterarme qué desgracias estaba ofertando la radio local.
El desayuno, propio manjar de un descarriado sin empleo, fue esporádico y grato. Entre los residuos de caguama y un pantalón algo quemado encontré medía bolsa de sabritones: menos duros que los bolillos enmohecidos de la alacena; menos blandos que la constante de mi impotencia sexual después de una madrugada de copas, pero igual de escasos que la vitalidad de un sujeto irrelevante.
La casa, compuesta de una planta baja y una alta, habitación superior, dormitorio subterráneo para visitas, sala-comedor, cocina, amplia terraza y un cuarto de baño externo, característica de los inmuebles de siglo pasado; estaba en verdadero silencio.
El medio día apuntaba a un atardecer lluvioso, se exhibían las nacientes nubes en la punta de la montaña, por lo que mi fanatismo a la sequía externa me obligó a apresurar mi paso hacia la tienda de provisiones del mercado local. Tenía un par de meses en que los suministros monetarios se agotaban. Mi racionamiento debía ser coherente y se limitaba a las acostumbradas botanas caseras, al vino barato y a los cigarrillos sin marca que “Carmelo”, el tendero traficante, me proporcionaba al mejor precio.
Reitero que la mañana, así como el resto del día, son concepciones temporales que valen nulamente la pena, por ende, y casi siempre, me he limitado a trazar con pobreza los acontecimientos que fluyen fuera de casa, sitio en que me da igual la hora del día.
La ruta fue simple, siempre en línea recta: los mendigos, los infantes, los templos, los perros hambrientos, las plantas de sombra, los barquillos de vainilla y todas las depravaciones callejeras iluminaron mi caminata indiferente.
Hice lo acostumbrado, regresé corriendo a casa y tras batallar treinta segundos con la chapa oxidada del portón, ingresé de inmediato.
La sesión comenzó a las 12:48 horas. Los vasos de vidrio últimamente escaseaban y entendí que no existía una diferencia notoria entre el vaso y la botella pegada a la boca. Por fortuna ese día correspondía al vodka hacerme los honores. Sin refresco, ni agua mineral, ni jugo de arándano, ni dignidad, ni valores que interrumpieran el camino más puro entre la libertad y el hombre, me embriagué de inmediato. El sacramento voraz de mi sed ya había dejado de contemplar lo que al tiempo competía. El objetivo no sabe de excesos y, en efecto, tampoco de virtudes. Sin más, el proceso hilado de la irrelevancia me llevó a la felicidad, posteriormente a la euforia, después al cansancio, a la tristeza, a las lágrimas y al berrido desesperado de un hombre incapaz de moverse en el suelo.
Fueron los extraños golpes en la habitación de huéspedes los que me despertaron. En principio hice caso omiso y seguí con la vigilia; aun así, el ruido no cesó durante algunos minutos. Me obligué a abrir los ojos y asistir al llamado; tambaleándome y con una jaqueca insoportable bajé las escaleras. El camino agitó mis náuseas y sin apertura a la dignidad de un vómito dentro del excusado, quizá aún más sucio que el resto del suelo, manché mi ropa con un líquido amarillento y pegajoso con sabor amargo y olor a queso rancio.
Omitiendo una limpieza improvisada, continué caminando hasta la puerta que ejercía los ruidos, a casi cinco metros del sitio. De inmediato me percaté que los golpes a la puerta iban acompañados del grito trunco de una boca débil y miedosa, situación que me impulsó a quitar la tranca que imposibilitaba a la puerta ser abierta por dentro, justo a un costado del bote de basura.
-¡Maldita sea, Rosa! ¿Quieres que te ponga las cadenas de nuevo para que dejes de chingar?
No me molestó que se haya liberado, tampoco ver su cuerpo impregnado de excremento y orina, pero el hecho de haberme despertado del sueño profundo llenó mi cabeza de ira y convirtió mis puños en un terremoto agresivo.
Desde el secuestro, aproximadamente año y medio atrás, me había limitado a golpearla una vez por semana, mas hoy existían razones obvias. Mientras miraba su cuerpo delgado tendido en el suelo, flotando en un chocolate de sangre y mierda, con su tanga floreada (casi hecha añicos) hasta las rodillas y pegada a la bendición de su sexo, me puse a pensar en el futuro y a retroalimentar mis planes. Sabía que la relación con Rosita era perfecta, pero ya se me estaba terminando el dinero y necesitaba un nuevo trabajo.
Quizá harían falta unas cuantas semanas para que el cuerpo de mi amada se recuperara del todo, y probablemente muchos meses para que finalmente se enamorara de mí. No hay prisa, tiempo hay de sobra para lograr ese objetivo, ella ya está aquí y por ahora no puedo pedir mucho más. Llegará el día en que me amará profundamente y se dará cuenta que juntos la vida es mejor.
¡Sonríe, Rosita! No me mires con esos ojos. Todo mejorará mañana cuando busque empleo. De todos modos, afeitado ya estoy.
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