LETRAS EN LA BARRA

“La Novia Pornográfica”

Por Manuel Avilés


Pornografía: Presentación abierta y cruda del sexo que busca producir excitación. (RAE)

Sé que te estás preguntando si vale la pena invertir ocho minutos de tu tiempo en leer la desfachatez del sujeto que conoció a la novia pornográfica. Pues la verdad es que no. Si fuera el caso, te sugeriría que doblaras en cuatro la hoja y te limpiaras con ella la nariz o cualquier otra cavidad del cuerpo que te viniera en gana. Luego podrías hacerla bolita y lanzarla al bote de basura más cercano. El caso es que no estás leyendo un papel.

Verás, no la conocí en un estudio de grabación actuando en un mediometraje, sin pantaletas y con un par de negros pelones a cada lado. Tampoco la encontré trabajando a las afueras de la ciudad, en donde las minifaldas, las lentejuelas y el perfume brotan de esquina a esquina en horas altas de la noche. Ya quisiera que hubiera sido en una de las líneas calientes que existían antes de que Tinder se pusiera de moda. El hecho es que no soy actor, no ando en la calle de noche y las líneas eróticas no son lo mío. Para ser más exacto, soy oficinista, me duermo a las nueve y mi roce con las mujeres nunca ha sido del todo exitoso.

Te voy a contar la verdad. La conocí en una librería.

Aunque supones que soy fanático de la literatura, llegué ahí por error. La secretaria, aparentemente, se equivocó al darme la dirección del despacho y, sin saberlo, me mandó derechito al sitio que habría de convertirse en “un lugarcillo pasajero”.

¿Qué otra cosa podía yo hacer? “El Ateneo” es un nombre acertado para un establecimiento de libros y siendo francos, nunca es tarde para comenzar un hábito. Ya dentro, sin prisa y sorprendido por la cantidad insignificante de personas en el lugar, me fue imposible no percatar la presencia de la mujer que estaba en el corredor del fondo. ¡Vaya que me costó disimular mi recorrido por los pasillos para acercarme un poco! Soy un sujeto reservado, pero un imbécil cuando trato de disimular una mirada.

Estaba embobado observando sus enormes ojos azules, que no me di cuenta que ya me estaba dirigiendo la palabra, mientras sostenía un libro en cada mano. Ella sólo podía llevar uno y me preguntó si prefería a De Sade o a Von Sacher. Nervioso e instintivo, le dije que el primero estaba bien. Volteó a ver ambos libros en repetidas ocasiones, hasta que colocó el segundo en una de las mesas. Luego se acercó estrechamente a mí y, sin previo aviso, me dio un beso en la boca. Sonriendo, se mordió los labios de manera sensual y me agarró la entrepierna con la mano que le quedaba libre. Después me agradeció la ayuda, metió el libro que “le sugerí” en un pequeño bolso que colgaba de su cuello y se largó sin pagar.

Helado por lo acontecido, tardé unos minutos en agarrar la onda. Suerte que no había personas que presenciaran el acto, ni notaran la erección que, entre supuestas hojeadas a los libros del estante, se desvaneció unos minutos después. Ya relajado me acerqué a la sección de literatura erótica y busqué como loco todos los libros que encontré de El Marqués De Sade. Tomé cinco y me dirigí a la caja. Tenía que saber a qué clase de mujer me había encontrado.

Devoré los libros en menos de dos semanas, antes y después del trabajo. Posteriormente lo deduje: ¡Con razón era una completa cachonda! A la muy libertina le gustaba tomar creaturas frágiles a su paso, sin dar pauta a la moral o a la reserva. ¿Acaso había sido yo, un tierno virgen treintón, la víctima de una de sus desviadas pasiones en un sitio público? O por lo menos ¿pretendía ella que lo fuera? No, no, no ¡eso sí que no! Podré no ser atractivo, pero yo no me presto a esa clase de cosas. No soy objeto de nadie y punto.

Eso lo pensé en un par de ocasiones; sin embargo, no puedo negar que dediqué a partir de ese momento una o dos horas al día para visitar “El Ateneo”, buscando un probable encuentro. Bueno, quizá fueron tres o cuatro horas, las cuales generaron a la señorita que atendía, otorgarme particulares miradas de duda y de sospecha. Tuve que comprar algunos libros para pasar públicamente como un cliente más, marchándome a casa sin éxito y tirando, al final del día, mis adquisiciones en el bote de la cocina.

“No perdáis de vista que la felicidad del hombre yace en su imaginación, y que no podrá conseguirla si no satisface sus caprichos” Recordaba la frase del Marqués, mientras cruzaba las puertas de la librería con la firme intención de hacerlo por última vez y olvidar definitivamente a la pervertida.

La tipa de la caja me miró ofreciendo la sonrisa hipócrita que se les hace a los clientes recurrentes. Yo hice lo mismo. Caminé por todos los corredores, oliendo la característica transpiración de los libros nuevos, buscando, sigiloso, a la mujer que, valga mi locura, comenzaba a sospechar, no era más que un producto de mi cabeza.

¡Oh, desgraciada sorpresa! Como cliché de película comercial, tenía que encontrármela justo antes de firmar mi renuncia, sentadita en un rincón del inmueble, de piernas cruzadas, observándome como si supiera que llevaba ya buen rato en su búsqueda.

Te juro que al estar tanto tiempo en espera de un encuentro ocasional no pensé jamás en qué chingados le iba a decir cuando la viera (si la veía), así que, petrificado, me di media vuelta y me dispuse a irme. Por segunda ocasión tuve la oportunidad de escuchar su voz que, aunque ligeramente distinta a la que yo recordaba, me pidió que me acercara. Lo hice y un poco apenado me senté junto a ella.

Desconozco si las normas comunicacionales consideran “una charla” al acto de: “Ella habla y el baboso no dice nada”, pero eso fue lo que sucedió.

¡Wey! Pues si ya había leído las marranadas que le gustan  ¿por qué carajos no se me ocurría decirle algo? Ya por lo menos confesarle que diario me había parado en la librería con la intención de encontrarla y explicarle que me parecía impropio que una dama anduviera por el mundo besando desconocidos a la luz pública y robando objetos de tan alto índice artístico. Así que sólo despejé mi mente, deje a la mujer hablar del supuesto libro que pretendía recomendarme y concentré mi respiración al máximo.

Mandando por el caño las regresiones de inseguridad, pendejez y oportunidades perdidas por cobarde, decidí que ahora yo sería quien tomaría las riendas. No se dijo más: volteando hacia ella como verdadero casanova y, aprovechando que no hubiera miradas chismosas alrededor, la tomé repentinamente de la cintura con un brazo, luego en un acto heroico y esporádico le volteé el rostro con mi mano y le callé con la lengua el enunciado que gesticulaba con la suya.

¡Hubieras visto! Ni hablando había yo movido antes la boca con tan lúcida pasión. Me sentía el erudito del beso de librería. Cerré los ojos para sentir el fuego húmedo de sus labios y percibir con júbilo el aroma exquisito que emanaba de su cuerpo. Sin hacer caso de su inesperada rigidez, ni de lo que pasara fuera de ese micro escenario candente, traté con torpeza de desgarrarle las ropas con mi fuerza de súper héroe dotado ¡Bendito Dios y desgraciado destino! En mis desatados impulsos por consolidar lo que mi nueva novia pornográfica había sembrado semanas atrás en ese mismo lugar, no me percaté de los brazos fornidos que a mis espaldas me separaban del producto de mis deseos. Otro sujeto llegó a ayudarle y ahora, como viles montoneros, me tiraron al suelo y comenzaron a patearme las costillas. Entre el tumulto de sus golpes y el de uno que otro cliente curioso que pasaban a ver lo que sucedía, escuché el llanto desconsolado de la mujer que unos segundos antes había estado besando con la intención de hacerle el amor…

¡Quién fuera yo para confundir unos ojos azules con unos verdes! ¡Y quién fuera el tonto que, bajo los efectos de “Los crímenes del amor”, confunde a una degenerada ladrona de libros con la esposa del dueño de la librería!

Trato de anteponer que la literatura de un francés del siglo XVIII no es la responsable de mis pendejadas. De modo que luego de la golpiza que me propinaron en el establecimiento y el escándalo que se desato por dicho suceso, el dueño y la esposa decidieron no levantar cargos por agresión sexual de mi parte, dando por hecho que se trataba de un gusano que no está bien de sus facultades mentales.

En lo que a la mujer que me besó y tocó mi inmaculado paquete concierne, jamás he vuelto a verla. A veces me gustaría encontrármela en la calle o en algún súper mercado, recordarle nuestro encuentro o simplemente compartirle la historia de los días que pasé en el hospital con uno que otro hueso roto y la cara desfigurada. Ahora que lo pienso, creo que estoy preparado para dar el gran paso, confesarle que me gusta y prometerle no confundirla nunca más, ofreciéndome, por supuesto, como su novio pornográfico, siempre y cuando aún le guste leer al Marqués.

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