LETRAS EN LA BARRA
"GIRASOLES DE FLORERÍA"
Por: Manuel Avilés
Cuando
se levantó a media madrugada, las luces seguían encendidas. El sonido de los
esporádicos vehículos en la urbanidad del exterior, bien mezclados con la
cantidad excesiva de whiskey, le retumbaban repetidamente en la cabeza. Trató
de mantener el equilibrio, pero no pudo evitar derrumbarse hacia la izquierda y
chocar con un muro de la habitación. Apoyándose con las manos, llegó hasta la
puerta de madera, salió con lentitud y deslizó cada uno de los envases vacíos,
incluso rotos que, regados, adornaban la superficie de toda la casa. Con mucho
esfuerzo, hizo parada en la sala, buscó el sillón de la parte media y cogió una
de las botellas que guardaba un poco de su contenido. No utilizó un vaso, ni le
importo que un vidrio afilado se asomara de la boquilla del recipiente;
simplemente cerró los ojos y dejo que la bebida, junto con la sangre de su
lengua y labios cortados, pasaran directo al estómago. El alcohol de inmediato
le hizo recordar a “La náusea” de Sartre (en un sentido claramente literal),
pero venciendo a los demonios inoportunos del intestino, guardó las ganas de
vomitar y juntó ambas manos temblorosas como para comenzar a orar. No lo hizo,
en lugar de eso se tapó el rostro e hizo la cabeza hacia atrás. La pared
corrugada le enfrió un poco la piel, y en el mareo perpetuo de su naciente
resaca no pudo contener las lágrimas.
Trató
de calmarse, mas no encontró un motivo para hacerlo, ya no había nada más. Con
la mirada hacia el suelo y las gotas
saladas uniéndose con la sangre, observó la hoja arrugada y un poco húmeda que
salía de un costado de la mesa de centro. Se acercó a ella, se arrodilló y la
levantó lentamente. Era lo que había escrito la noche anterior:
De las
grietas que moran en ocho muros con maraña. La mano temblorosa, la catacumba
mormada y la tenaza impregnada de siesta.
Bajo sigilo y pereza, gesticulación y
zozobra. Petardo, tren sin bala y balacera de pólvora mojada. Dulces bañados en
crema ácida, plumas destinadas a la falta de rima, porque la línea no para,
para querer no escribir.
Porque del sitio que vengo, dicho, de
la materia que soy, mejor dicho; la desventura de que hablo, dicho mil veces;
lo que hablo es lo que me hace, pues no hay manera que, sin ser, el cobre sea
oro y el oro, agua.
El yugo que ha mordido mi cuello, el
estrujar de la hoja dormida en el árbol impregnado de tinta, sincerando que sin
tronco no hay miseria que sí objete mendigar.
He ahí, pues, el resumen de un
invierno culminado en primavera, durmiendo en el texto y alabando a lo que
antecede el preludio. Siendo en la franqueza de lo indefinido y de la muerte amesurada,
lo mismo que aboga por el alma y el cuerpo, “Mí” y “Tú”, “Tus” y “Mis”, “Tuyos”
y “De todos”, porque de todos, nadie quiere ser el que ninguno apetece. Porque
de lo que infiere mi propia existencia, lo que existe no es más de lo que está
aquí, allá y, con mucha suerte, más allá.
Corrugó
completamente la hoja haciéndola bola y la lanzó lejos. Se levantó, buscó un
poco más de alcohol en las botellas de la cocina y se volvió hacia el sillón.
Tomó el álbum que desde hacía tres noches estaba en el pequeño buró de la sala,
junto a los cristales rotos de los portarretratos. El delirio de sensaciones
fusionadas en su cuerpo le hacían tomar formas que especulan a la locura. Su
rostro cambiaba de color, reía, hacía muecas y ahogaba gritos dolorosos en el
pecho. Terminó lo que quedaba por beber en su mano y se quedó dormido, con la
boca ensangrentada y los ojos hinchados.
Con
suerte, cuando despertara encontraría todavía un poco más de alcohol por beber
en el botiquín del baño. O quizá, con más suerte, la casa estaría limpia, él,
sobrio y el día, soleado. Todavía con mucho más suerte, el teléfono sonaría
para escuchar a la secretaría decir que la empresa lo esperaba nuevamente el
lunes con los brazos abiertos, que remordimientos no había; tomaría a su mujer
con los brazos, la besaría como en los viejos tiempos y desayunaría con ella, escuchando
el noticiero matutino. Saldría a la calle, se metería al primer templo que
encontrase para agradecer a Dios por todas las bendiciones y por el milagro de
curar su histeria y ansiedad, prometiendo convertirse en un fiel creyente a
partir de ese momento. Compraría girasoles de florería, volvería a casa, haría
el amor con su esposa dos veces y dormiría plena y profundamente, con una sonrisa
en el rostro y en el alma. Pero en lugar de ello, tendrá que despertar dos horas antes de que amanezca, recoger en
silencio botellas rotas y enteras del suelo, quemar fotos, borrar huellas y lavar
todo lo que en la cocina se aloja. Se sentará nuevamente en el sillón del
medio, tratará de pensar cuál es la manera más oportuna y discreta de
deshacerse del cadáver femenino que tiene en su habitación, puesto que ya
comienza a oler mal. Lavará con ímpetu las manchas de sangre de la alfombra, y
tirará lo posible por el inodoro. Posteriormente se dará un baño, se quitará la
barba crecida, peinará su cabello quebrado y se pondrá su mejor traje. Luego de
eso, saldrá de su casa, encenderá el auto y, dando vuelta en la esquina de la
avenida, irá decidido a recuperar su empleo.
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